Nambija la triste; Cuando una mula patea a un
hombre, a éste se le hinchan los muslos como si tuviera los
bolsillos llenos de billetes y no puede andar bien por el
dolor. Así andaban los mineros de Nambija en el tiempo del oro
a flor de locura de los ochentas, pero llenos de billetes
verdaderos que les estorbaban para todo.
Era un tiempo de hombres y muchachos alucinados que llegaron
al lugar de todos los rincones del país, como parte de una
conjura numerosa convocada, en un sitio y en una hora, por el
destino ineludible.
Porque el lúbrico olor del oro se había regado, igual que
difamación de la honra ajena, por los caminos de la patria de
pobres y ambiciosos que somos.
Manuel Quezada dejó en mitad del día sus cultivos de nabos en
Nabón; Carlos Vélez, el colegio Ugarte de El Oro; Alejo
Chalaco, su vaca de leche en Zozoranga; Angel Medina, su
campito de habas en Saraguro; Luis Amay, su pega de mil sucres
semanales en La Toma, etc, etc. y volaron a Nambija, y
hallaron oro sin tardanza alguna. Para lo que tardaron fue
para entender que eran animales buenos para gastar el dinero
no para retenerlo, con la certeza de ebrios gozosos de que la
época de la dicha sin término había llegado. Y con el buen
pretexto de la patada de mula, es decir del estorbo de los
billetes para caminar, trabajar y decir su nombre.
Eran el tiempo en que los recién llegados trabajaban de
paleros y burros de carga, llenando los costales de roca
dorada los unos y cargándolos a las chancadoras los otros, con
la paga de un janche diario, dos paladas de material que
multiplicaba por veinte los mil sucres semanales de Luis Amay.
Y los dueños de las minas, como Higinio Agurto, reunían hasta
13 kilos de oro vivo en ese mismo lapso, que el helicóptero
del Banco Central venía a llevárselos antes que otro comprador
se lo quitara.
Había entonces unas veinte mil personas disputándose el aire
de respirar y las casitas de plástico y pelos de Nambija, que
trepaban montaña arriba por las dos montañas y formaban un
pueblo que nacía, crecía, se reproducía y envejecía a ojos
vistas. Había también una docena de prostíbulos de cara
descubierta y 18 discotecas, los prostíbulos disfrazados. Y
muertos diarios por culpa de los asesinos a sueldo contratados
por los mineros millonarios para matar ladrones y de los
asesinos gratis que merodeaban por allí. Y el tiempo de las
colas de 200 chicas por un janche, una costumbre de acción de
gracias de los mineros agradecidos de Dios, según el padre
Estanislao Wrobel, de San Carlos, y, según las malas lenguas,
el precio de una muchacha de rompe y raja.
Hoy, ese tiempo y ese pueblo han terminado para siempre. Desde
el deslave del 93, que mató a 300 mineros, todo empezó a
desmoronarse, como metáfora del final de un esplendor y un
poder dementes.
Los pocos habitantes que quedan están esperando que la
Compañía Andos les compre sus cosas para irse. El oro se ha
terminado para los mineros artesanales. La mayoría de las
casas de manera y zinc están solas, muchas máquinas podridas
por un lado y otro, la basura, que es vejez y desgracia netas,
es la única abundancia.
Y es verdad que en cinco o diez años más, los bolsillos de la
Compañía no tendrán una patada de mula cualquiera, tendrán un
Pueblo entero.